Para descansar en unas de las playas más tranquilas de Colombia es necesario viajar desde Riohacha hacia el norte por tierra durante unas tres horas hasta el Cabo de La Vela. En este sitio, al que llegó en 1499 el capitán Alonso de Ojeda, los viajeros encuentran posadas turísticas –varias hechas con bahareque y yotojoro (el corazón del cactus)– y pueden practicar deportes como kitesurf y windsurf.

Pilón de Azúcar

Un Viaje al Cabo de la Vela y Pilón de Azúcar

Cabo de la Vela y el peñón del Pilón de Azucar, una montaña sagrada. Recorrimos tres horas y media por carretera destapada y cerca de la orilla del mar; las aves nos acompañaban mientras el sol ponía un brillo intenso a su plumaje extendido. Al llegar nos detuvimos cerca de un peñasco y caminamos en ascenso hacia el Pilón de Azucar.

Nos recomendarón que no miráramos hacia atrás hasta llegar a la cima, para tener una visión panorámica del lugar, y así lo hicimos. Mientras subíamos, la aridez del terreno y las rocas sueltas hacían difícil el sendero, al igual que los fuertes vientos que golpeaban nuestro cuerpo, pero el objetivo no daba espera. Subimos en silencio porque entendíamos el significado sagrado que tiene para los indígenas este sitio. Y más arriba, en lo alto, ya estábamos preparados, así que cerramos los ojos, giramos nuestro cuerpo y los abrimos a un paisaje extraordinario.

El mar se ‘iluminaba’ con luz propia. Sus olas se movían con fuerza sobre la orilla, pero a lo lejos estaban calmadas. Frente a nosotros un precipicio nos intimidaba, pero a través de este admirábamos una línea que diferenciaba la profundidad de las aguas con una tonalidad más oscura, de aquellas que tocaban la costa.

Hacia donde quiera que miráramos, el paisaje nos brindaba hermosas imágenes. A lo lejos, el agua se encontraba con el cielo, formando una gama de tonalidades, desde el azul hasta el blanco más puro. Y lejos de la playa, en las áridas montañas vislumbramos unas gigantescas ‘arrugas’ que se ‘deslizaban hacia el mar’, estas formaciones nos hacían pensar en el pasado cuando los españoles arribaron justo por esta zona.

Descendimos del Pilón de Azucar hasta la playa, miramos hacia atrás y lo observamos con una silueta puntiaguda que custodiaba el paisaje ondulado del Cabo de la Vela. Abajo, las aguas espumosas rozaban las arenas color naranja y bañaban con gran poder a las rocas más gigantes, en un movimiento que parecía conducido por el ritmo de una melodía.

Mientras que algunos turistas se bañaban en estas aguas transparentes, decidimos caminar por la orilla del mar y más allá nos encontramos con otra playa. En este lugar, lejos de la arena y cerca de las montañas rocosas, el oleaje había creado un pequeño ‘estanque’ cuyos bordes habían sido cubiertos con una especie de musgo verde; además, el fondo de sus aguas estaba cubierto por pulidas y menudas piedrecillas negras. Un milagro de la naturaleza.

Llegamos al faro del Cabo de la Vela, una guía en la cima de una montaña para los navegantes. En este lugar nos detuvimos a ver el atardecer, donde el Sol se esconde en el mar, cubierto por una ‘sábana’ de tonalidades rojizas y naranjas, como las mantas de las mujeres indígenas. En este paradisíaco lugar nos quedamos varios minutos, embelesados por lo que allí sucedía, hasta que empezó a oscurecer y decidimos volver para seguir hacia el hotel.

Dormimos hasta las 5 de la mañana, hora en la que nos alistamos para salir a la playa, recostarnos en un chinchorro y esperar el amanecer, mientras tomábamos una taza de café. Podíamos escuchar los sonidos de la oscuridad, de los insectos y de las olas que a lo lejos se movían atrayendo la brisa, lentamente comenzaba el bullicio de las aves que saludaban alegres el nuevo día.

Nuestra espera valió la pena porque el Sol se ‘vistió’ con una aureola rojiza y sus primeros rayos cayeron sobre el mar formando un camino de luz sobre las aguas.

Dunas de Taroa

Viajando por las Dunas de Taroa

Después de desayunar un platillo de arroz con coco y camarones, nos dirigimos a Punta Gallinas, en un trayecto de casi 7 horas. Atravesamos el desierto de Portete (en Bahía Portete) y llegamos a Puerto Bolívar. Nuestra próxima parada sería inolvidable: las dunas de Taroa.

Este fue, si duda, el camino más largo de toda nuestra expedición, no solo porque el viaje tardó varias horas, sino por las inclemencias del desierto. El paisaje agreste dominaba por doquier, además de los fuertes rayos de sol y la escasez de agua; la arena hirviendo nos ponía a prueba, más aún porque no estábamos acostumbrados a las condiciones de este ecosistema. Por el contrario, veíamos con sorpresa el coraje de los indígenas para convivir con este medio, algunos usaban una bicicleta o un burro como medio de transporte, para llevar el agua y los comestibles a su hogar, con una tranquilidad imperturbable.

De repente parecíamos estar en medio de la nada, las pocas plantas, trupillos y cardones, y los animales que habíamos visto por el camino ya no estaban, el cielo se veía completamente azul y la arena era cada vez más fina, con menos piedras. Llegamos hasta una línea divisoria, hecha por el hombre con decenas de piedras del tamaño de una caracola de mar, lo que nos avisaba que el vehículo nos conducía solamente hasta allí. Tobi nos invitó a caminar, no nos dijo a dónde habíamos llegado y se apartó de nosotros varios metros atrás, como dejándonos un espacio para vivir lo que venía. Notamos que frente de nosotros había una gigantesca duna. El fuerte viento provocaba que cada grano golpeara piernas y brazos, como si pequeñas agujas quisieran perforar la piel sin hacer daño.

Empezamos a subir, los pies se enterraban en la arena y las partículas entraban a los zapatos, lo que hacía complicada la caminata; el sol no tenía contemplación, sentíamos toda su potencia y calor sobre nuestras cabezas.

Con cada paso gotas de sudor rodaban cada vez más abundantes. Hasta que llegamos a la cima… Allí las altas temperaturas y el cansancio pasaron a un segundo plano, el esfuerzo se tornó en emoción y el alma comenzó a vibrar… Un gran espectáculo se avecinaba.

La arena se bañaba con las aguas del mar y hacía que las olas que bordeaban la costa tomaran una tonalidad amarillenta, una coloración que hacia el horizonte se difuminaba cándidamente con el celeste del cielo. Se trataba de una visión completamente diferente a la que habíamos tenido. Estábamos en la punta noreste de Colombia, donde ‘emerge’ Suramérica en una gran duna del desierto que terminaba en playa y se envolvía con el mar Caribe.

Sin pensarlo ni medir consecuencias, empecé a correr hacia el mar, mis piernas aún se enterraban en la arena pero yo no parecía notarlo. Sentía que el sonido de las olas llamaba y yo rápidamente respondía. Luego escuché la voz de Filiberto que me repetía en varias ocasiones que tuviera cuidado, entonces desperté, como de un sortilegio, y noté que podía caerme y resbalar. Al percatarnos de que debíamos tener paciencia y caminar lentamente hacia el agua, tuvimos el tiempo suficiente para extasiarnos con la grandiosidad de este ‘universo’, el regocijo era incontenible.

Al llegar las olas enfriaron los pies y, sin pensarlo dos veces, nos arrojamos al agua para refrescarnos y calmar el espíritu aventurero con la armonía del mar.

Destinos que puedes ver en el Cabo de la Vela


Algunos municipios turísticos de la Guajira


GUIA DE VIAJE DE LA GUAJIRA – COLOMBIA TRAVEL

 



Viaje a Colombia – Guía de Turismo de Colombia


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